domingo, 6 de diciembre de 2009

Julio Cortázar 2

Tango de vuelta


Le hasard meurtrier se dresse au coin de la première rue.
Au retour I'heure-couteau attend.
MARCEL BELANGER, Nu et noir.


Uno se va contando despacito las cosas, imaginándolas al principio a base de Flora o una puerta que se abre o un chico que grita, después esa necesidad barroca de la inteligencia que la lleva a rellenar cualquier hueco hasta completar su perfecta telaraña y pasar a algo nuevo. Pero cómo no decirse que a lo mejor, alguna que otra vez, la telaraña mental se ajusta hilo por hilo a la de la vida, aunque decirlo venga de un puro miedo, porque si no se creyera un poco en eso ya no se podría seguir haciendo frente a las telarañas de afuera. Flora entonces, todo lo que me fue contando de a poco cuando nos juntamos, por supuesto ya no trabajaba en la casa de la señora Matilde (siempre la llamó así aunque ahora no tenía por qué seguirle dando esa seña de respeto, de sirvienta para todo servicio) y a mí me gustaba que me contara recuerdos de su pasado de chinita riojana bajando a la capital con grandes ojos asustados y unos pechitos que al fin y al cabo le iban a valer más en la vida que tanto plumero y buena conducta. A mí me gusta escribir para mí, tengo cuadernos y cuadernos, versos y hasta una novela, pero lo que me gusta es escribir y cuando termino es como cuando uno se va dejando resbalar de lado después del goce, viene el sueño y al otro día ya hay otras cosas que te golpean en la ventana, escribir es eso, abrirles los postigos y que entren, un cuaderno detrás de otro; yo trabajo en una clínica, no me interesa que lean lo que escribo, ni Flora ni nadie; me gusta cuando se me acaba un cuaderno porque es como si hubiera publicado todo eso, pero no se me ocurre publicarlo, algo golpea en la ventana y así vamos de nuevo, lo mismo una ambulancia que un nuevo cuaderno. Por eso Flora me contó tantas cosas de su vida sin imaginarse que después yo las revisaba despacito entre dos sueños y algunas las pasaba a un cuaderno, Emilio y Matilde pasaron al cuaderno porque eso no podía quedarse solamente en un llanto de Flora y pedazos de recuerdos; nunca me habló de Emilio y de Matilde sin llorar al final, yo la dejaba tranquila unos días, le alentaba otros recuerdos y en una de ésas le sacaba de nuevo aquello y Flora se precipitaba como si ya se hubiera olvidado de todo lo que me llevaba dicho, empezaba de nuevo y yo la dejaba porque más de una vez la memoria le iba trayendo cosas todavía no dichas, pedacitos ajustables a los otros pedacitos, y por mi parte yo iba viendo nacer los puntos de sutura, la unión de tanta cosa suelta o presumida, rompecabezas del insomnio o de la hora del mate delante del cuaderno; llegó el día en que me hubiera sido imposible distinguir entre lo que me contaba Flora y lo que ella y yo mismo habíamos ido agregando porque los dos, cada uno a su manera, necesitábamos como todo el mundo que aquello se completara, que el último agujero recibiera al fin la pieza, el color, el final de una línea viniendo de una pierna o de una palabra o de una escalera.
Como soy muy convencional, prefiero agarrar desde el principio, y además cuando escribo veo lo que estoy escribiendo, lo veo realmente, lo estoy viendo a Emilio Díaz la mañana en que llegó a Ezeiza desde México y bajó a un hotel de la calle Cangallo, se pasó dos o tres días dando vueltas por barrios y cafés y amigos de otros tiempos, evitando ciertos encuentros pero tampoco escondiéndose demasiado porque en ese momento no tenía nada que reprocharse. Probablemente estudiaba despacio el terreno en Villa del Parque, caminaba por Melincué y General Artigas, buscaba un hotel o una pensión baratieri, se instalaba sin apuro, tomando mate en la pieza y yendo a los boliches o al cine por la noche. No tenía nada de fantasma pero hablaba poco y con pocos, caminaba sobre suelas de goma y se vestía con una campera negra y pantalones terrosos, los ojos rápidos para el quite y el despegue, algo que la dueña de la pensión llamaría furtividad; no era un fantasma pero se lo sentía lejos, la soledad lo rodeaba como otro silencio, como el pañuelo blanco en el cuello, el humo del faso pocas veces lejos de esos labios casi demasiado finos.
Matilde lo vio por primera vez —por esta nueva primera vez— desde la ventana del dormitorio en los altos. Flora andaba de compras y se había llevado a Carlitos para que no lloriqueara de aburrimiento a la hora de la siesta, hacía el calor espeso de enero y Matilde buscaba aire en la ventana, pintándose las uñas como le gustaban a Germán, aunque Germán andaba por Catamarca y se había llevado el auto y Matilde se aburría sin el auto para ir al centro o a Belgrano, la ausencia de Germán era ya costumbre pero el auto le seguía doliendo cuando él se lo llevaba. Le había prometido otro para ella sola cuando se fusionaran las empresas, a ella se le escapaban esas cosas de negocios salvo que por lo visto todavía no se habían fusionado, a la noche iría al cine con Perla, pediría un remise, cenarían en el centro, total el garaje le pasaba la cuenta del remise a Germán, Carlitos estaba con una erupción en las piernas y habría que llevarlo al pediatra, la sola idea le daba más calor, Carlitos haciendo escenas, aprovechando que no estaba el padre para darle un par de cachetadas, increíble ese chico cómo chantajeaba cuando se iba Germán, apenas si Flora con arrumacos y helados, también Perla y ella tomarían helados después del cine. Lo vio junto a un árbol, a esa hora las calles estaban vacías bajo la doble sombra del follaje juntándose en lo alto; la figura se recortaba al lado de un tronco, un poco de humo le subía por la cara. Matilde se echó atrás, golpeándose la espalda en un sillón, ahogando un alarido con las manos oliendo a barniz malva, refugiándose contra la pared en el fondo de la pieza.
«Milo», pensó, si eso era pensar, ese instantáneo vómito de tiempo y de imágenes. «Es Milo». Cuando fue capaz de asomarse desde otra ventana ya no había nadie en la esquina de enfrente, dos chicos venían a lo lejos jugando con un perro negro. «Me ha visto», pensó Matilde. Si era él la había visto, estaba ahí para verla, estaba ahí y no en cualquier otra esquina, contra cualquier otro árbol. Claro que la había visto porque si estaba ahí era porque sabía dónde quedaba la casa. Y que se hubiera ido en el instante de ser reconocido, de verla retroceder tapándose la boca, era todavía peor, la esquina se llenaba de un vacío donde la duda no servía de nada, donde todo era certeza y amenaza, el árbol solo, el aire en el follaje.
Volvió a verlo al caer la tarde, Carlitos jugaba con su tren eléctrico y Flora canturreaba bagualas en la planta baja, la casa de nuevo habitada parecía protegerla, ayudarla a dudar, a decirse que Milo era más alto y más robusto, que tal vez la modorra de la siesta, la luz cegadora. Cada tanto se alejaba del televisor y desde lo más lejos posible miraba por una ventana, nunca la misma pero siempre en los altos porque al nivel de la calle hubiera tenido más miedo. Cuando volvió a verlo estaba casi en el mismo sitio pero del otro lado del tronco, anochecía y la silueta se desdibujaba entre otras gentes que pasaban hablando, riendo, Villa del Parque saliendo de su letargo y yéndose a los cafés y a los cines, empezando lentamente la noche del barrio. Era él, no podía negárselo, ese cuerpo sin cambios, el gesto del brazo alzando el cigarrillo a la boca, las puntas del pañuelo blanco, era Milo que ella había matado cinco años atrás después de escaparse de México, Milo que ella había matado en papeles fabricados con coimas y complicidades en un estudio de Lomas de Zamora donde le quedaba un amigo de infancia que hacía cualquier cosa por plata pero acaso también por amistad, Milo que ella había matado de una crisis cardíaca en México para Germán, porque Germán no era hombre de aceptar otra cosa, Germán y su carrera, sus colegas y su club y sus padres, Germán para casarse y fundar una familia, el chalet y Carlitos y Flora y el auto y el campo en Manzanares, Germán y tanta plata, la seguridad, entonces decidirse casi sin pensarlo, harta de miseria y espera, al final del segundo encuentro con Germán en casa de los Recanati el viaje a Lomas de Zamora para confiarse al que primero había dicho no, que era una enormidad, que no se podía hacer, que muchos pesos, que bueno, que en quince días, que de acuerdo, Emilio Díaz muerto en México de una crisis cardíaca, casi la verdad porque ella y Milo habían vivido como muertos en esos últimos meses en Coyoacán, hasta ese avión que la había devuelto a lo suyo en Buenos Aires, a todo eso que también había sido de Milo antes de irse juntos a México y deshacerse poco a poco en una guerra de silencios y de engaños y de estúpidas reconciliaciones que no servían de nada, los telones para el nuevo acto, para una nueva noche de cuchillos largos.
El cigarrillo se seguía quemando lentamente en la boca de Milo apoyado en el tronco, mirando sin apuro las ventanas de la casa. «Cómo ha podido saber», pensó Matilde agarrándose todavía a ese absurdo de seguir pensando algo que estaba ahí, pero fuera o delante de cualquier pensamiento. Claro que había terminado por saberlo, por descubrir que estaba muerto en Buenos Aires porque en Buenos Aires estaba muerto en México, saberlo lo habría humillado y golpeado hasta la primera hojarasca de la rabia chicoteándole la cara, tirándolo a un avión de vuelta, guiándolo por un dédalo de averiguaciones previsibles, acaso el Cholo o Marina, acaso la madre de los Recanati, los viejos apeaderos, los cafés de la barra, los pálpitos y por ahí la noticia segura, se casó con Germán Morales, che, pero decime un poco cómo es posible, te digo que se casó por iglesia y todo, los Morales ya sabes, la industria textil y la guita, el respeto, viejo, el respeto, pero decime cómo es posible si ella había dicho, si nosotros creíamos que vos, no puede ser, hermano. Claro que no podía ser y por eso era todavía más, era Matilde detrás de la cortina espiándolo, el tiempo inmovilizado en un presente que lo contenía todo, México y Buenos Aires y el calor de la siesta y el cigarrillo que subía una y otra vez a la boca, en algún momento de nuevo la nada, la esquina hueca, Flora llamándola porque Carlitos no se dejaba bañar, el teléfono con Perla inquieta, esta noche no, Perla, debe ser el estómago, andá sola o con la Negra, me duele bastante, mejor me acuesto y mañana te llamo, y todo el tiempo no, no puede ser así, cómo es que no le avisaron ya a Germán si sabían, no es por ellos que encontró la casa, no puede ser por ellos, la madre de los Recanati lo hubiera llamado enseguida a Germán nada más que por el drama, por ser la primera en anunciarlo porque nunca la había aceptado como mujer de Germán, fíjate qué horror, bigamia, yo siempre dije que no era de fiar, pero nadie había llamado a Germán o a lo mejor sí pero a la oficina y Germán ya viajaba lejos, seguro que la madre de los Recanati lo esperaba para decírselo en persona, para no perderse nada, ella o cualquier otro, de alguien había sabido Milo dónde vivía Germán, no podía haber encontrado el chalet por casualidad, no podía estar ahí fumando contra un árbol por casualidad. Y si de nuevo ya no estaba era igual, y cerrar todas las puertas con doble llave era igual aunque Flora se asombrara un poco, lo único seguro eran las pastillas para dormir, para al final de horas y horas dejar de pensar y perderse en una modorra rota por sueños donde nunca Milo pero ya de mañana el alarido al sentir la mano de Carlitos que había querido darle una sorpresa, el llanto de Carlitos ofendido y Flora llevándoselo a la calle, cerrá bien la puerta, Flora. Levantarse y verlo de nuevo, ahí, mirando directamente las ventanas sin el menor gesto, echarse atrás y más tarde espiar desde la cocina y nada, empezar a darse cuenta de que estaba encerrada en la casa y que eso no podía seguir así, que en algún momento tendría que salir para llevar a Carlitos al pediatra o encontrarse con Perla que telefoneaba cada día y se impacientaba y no comprendía. En la tarde anaranjada y asfixiante Milo recostado en el árbol, la campera negra con ese calor, el humo subiendo y desflecándose. O solamente el árbol pero lo mismo Milo, lo mismo Milo a cualquier hora borrándose apenas un poco con las pastillas y la televisión hasta el último programa.
Al tercer día Perla vino sin avisar, té y scones y Carlitos, Flora aprovechando un momento a solas para decirle a Perla que eso no podía ser, la señora Matilde necesita distraerse, se pasa los días encerrada, yo no entiendo, señorita Perla, se lo digo a usted aunque no me corresponde, y Perla sonriéndole en el office haces bien, m'hijita, yo sé que los querés mucho a Matilde y a Carlitos, yo creo que está muy deprimida por la ausencia de Germán, y Flora nada, bajando la cabeza, la señora necesita distracción, yo solamente se lo digo aunque no me corresponde. Un té y los chismes de siempre, nada en Perla que pudiera hacerla sospechar, pero entonces cómo Milo había podido, imposible imaginar que la madre de los Recanati se quedara callada tanto tiempo si sabía, ni siquiera por el gusto de esperarlo a Germán y decírselo en nombre de Cristo o algo así, te engañó para que la llevaras al altar, exactamente así diría esa bruja y Germán cayéndose de las nubes, no puede ser, no puede ser. Pero sí podía ser, solamente que ahora a ella no le quedaba ni siquiera esa confirmación de que no había soñado, que bastaba ir hasta la ventana pero con Perla no, otra taza de té, mañana vamos al cine, te prometo, vení a buscarme en auto, no sé lo que me pasa en estos días, mejor vení en auto y vamos al cine, la ventana ahí al lado del sillón pero no con Perla, esperar a que Perla se fuera y entonces Milo en la esquina, tranquilo contra una pared como si esperara el colectivo, la campera negra y el pañuelo al cuello y después nada hasta otra vez Milo.
Al quinto día lo vio seguir a Flora que iba a la tienda y todo se hizo futuro, algo como las páginas que le faltaban en esa novela abandonada boca abajo en un sofá, algo ya escrito y que ni siquiera era necesario leer porque ya estaba cumplido antes de la lectura, ya había ocurrido antes de que ocurriera en la lectura. Los vio volver charlando, Flora tímida y como desconfiada, despidiéndose en la esquina y cruzando rápido. Perla vino en auto a buscarla, Milo no estaba ahí y tampoco estuvo cuando volvieron tarde en la noche pero por la mañana lo vio esperándola a Flora que iba al mercado, ahora se le acercaba directamente y Flora le daba la mano, se reían y él le tomaba el canasto y después lo traía con la verdura y la fruta, la acompañaba hasta la puerta, Matilde dejaba de verlos por la saliente del balcón sobre la vereda pero Flora tardaba en entrar, se quedaban un rato charlando delante de la puerta. Al otro día Flora llevó a Carlitos de compras y los vio a los tres riéndose y Milo le pasaba la mano por el pelo de Carlitos, a la vuelta Carlitos traía un león de pana y dijo que el novio de Flora se lo había regalado. Entonces tenés novio, Flora, las dos a solas en el living. No sé, señora, él es tan simpático, nos encontramos así de repente, me acompañó de compras, es tan bueno con Carlitos, a usted no le molesta, señora, verdad. Decirle que no, que eso era cosa suya pero que tuviera cuidado, una chica tan joven, y Flora bajando los ojos y claro, señora, él solamente me acompaña y hablamos, tiene un restaurante en Almagro, se llama Simón. Y Carlitos con una revista en colores, me la compró Simón, mamá, es el novio de Flora.
Germán telefoneó desde Salta anunciando que volvería en unos diez días, cariños, todo bien. El diccionario decía bigamia, matrimonio contraído, después de haber enviudado, por el cónyuge sobreviviente. Decía estado del hombre casado con dos mujeres o de la mujer casada con dos hombres. Decía bigamia interpretativa, según los canonistas, la adquirida por el matrimonio contraído con mujer que ha perdido la virginidad, por haberse prostituido, o por haberse declarado nulo su primer matrimonio. Decía bígamo, que se casa por segunda vez sin haber muerto el primer cónyuge. Había abierto el diccionario sin saber por qué, como si eso pudiera cambiar algo, sabía que era imposible cambiar nada, imposible salir a la calle y hablar con Milo, imposible asomarse a la ventana y llamarlo con un gesto, imposible decirle a Flora que Simón no era Simón, imposible quitarle a Carlitos el león de pana y la revista, imposible confiarse a Perla, solamente estar ahí viéndolo, sabiendo que la novela tirada en el sofá estaba escrita hasta la palabra fin, que no podía alterar nada, la leyera o no, aunque la quemara o la hundiera en el fondo de la biblioteca de Germán. Diez días y entonces sí pero qué, Germán volviendo a la oficina y a los amigos, la madre de los Recanati o el Cholo, cualquiera de los amigos de Milo que le habían dado las señas de la casa, tengo que hablar con vos, Germán, es algo muy grave, hermano, las cosas irían sucediendo una detrás de otra, primero Flora con las mejillas coloradas, señora a usted no le molesta que Simón venga esta tarde a tomar el café en la cocina conmigo, solamente un ratito. Claro que no le molestaba, cómo hubiera podido molestarle si era a plena luz y por un rato, Flora tenía todo el derecho de recibirlo en la cocina y darle un café, como Carlitos de bajar a jugar con Simón que le había traído un pato de cuerda que caminaba y todo. Quedarse arriba hasta escuchar el golpe de la puerta, Carlitos subiendo con el pato y Simón me dijo que él es de River, qué macana, mamá, yo soy de San Lorenzo, mirá lo que me regaló, mirá cómo anda, pero mirá, mamá, parece un pato de veras, me lo regaló Simón que es el novio de Flora, por qué no bajaste para conocerlo.
Ahora podía asomarse a las ventanas sin las lentas inútiles precauciones, Milo ya no se detenía junto al árbol, cada tarde llegaba a las cinco y se quedaba media hora en la cocina con Flora y casi siempre Carlitos, a veces Carlitos subía antes de que se fuera y Matilde sabía por qué, sabía que en esos pocos minutos en que se quedaban solos se preparaba lo que tenía que suceder, lo que estaba ya ahí como en la novela abierta sobre el sofá, se preparaba en la cocina, en la casa de alguien que podía ser cualquiera, la madre de los Recanati o el Cholo, habían pasado ocho días y Germán telefoneando desde Córdoba para confirmar el regreso, anunciar alfajores para Carlitos y una sorpresa para Matilde, se tomaría cinco días de descanso en casa, podrían salir, ir a los restaurantes, andar a caballo en el campo de Manzanares. Esa noche le telefoneó a Perla nada más que para escucharla hablar, colgarse de su voz durante una hora hasta no poder más porque Perla empezaba a darse cuenta de que todo eso era artificial, que a Matilde le pasaba algo, tendrías que ir a ver al analista de Graciela, se te nota rara, Matilde, haceme caso. Cuando colgó no pudo ni siquiera acercarse a la ventana, sabía que esa noche ya era inútil, que no vería a Milo en la esquina ya oscura. Bajó a la cocina para estar con Carlitos mientras Flora le servía la cena, lo escuchó protestar contra la sopa aunque Flora la miraba esperando que interviniera, que la ayudara antes de llevarlo a la cama mientras Carlitos se resistía y se empecinaba en quedarse en el salón jugando con el pato y mirando la televisión. Toda la planta baja era como una zona diferente; nunca había comprendido demasiado que Germán insistiera en poner el dormitorio de Carlitos al lado del salón, tan lejos de ellos arriba, pero Germán no aceptaba ruidos por la mañana, que Flora preparara a Carlitos para la escuela y Carlitos gritara o cantara, lo besó en la puerta del dormitorio y volvió a la cocina aunque ya no tenía nada que hacer ahí, miró la puerta que daba a la pieza de Flora, se acercó y tocó el picaporte, la abrió un poco y vio la cama de Flora, el armario con las fotos de los rockers y de Mercedes Sosa, le pareció que Flora salía del dormitorio de Carlitos y cerró de golpe, se puso a mirar en la heladera. Le hice hongos como a usted le gustan, señora Matilde, le subo la cena dentro de media hora ya que no va a salir, le tengo también un dulce de zapallo que me salió muy bueno, como en mi pueblo, señora Matilde.
La escalera estaba mal iluminada pero los peldaños eran pocos y anchos, se subía casi sin mirar, la puerta del dormitorio entornada con una faja de luz rompiéndose en el rellano encerado. Ya llevaba días comiendo en la mesita al lado de la ventana, el salón de abajo era tan solemne sin Germán, en una bandeja cabía todo y Flora ágil, casi gustándole que la señora Matilde comiera arriba ahora que el señor estaba de viaje, se quedaba con ella y hablaban un poco y a Matilde le hubiera gustado que Flora comiera con ella pero Carlitos se lo hubiera dicho a Germán y Germán el discurso sobre las distancias y el respeto, la misma Flora hubiera tenido miedo porque Carlitos terminaba siempre sabiendo cualquier cosa y se lo hubiera contado a Germán. Y ahora de qué hablarle a Flora cuando lo único posible era buscar la botella que había escondido detrás de los libros y beber medio vaso de whisky de un golpe, ahogarse y jadear y volver a servirse y beber, casi al lado de la ventana abierta sobre la noche, sobre la nada de ahí afuera donde nada iba a suceder, ni siquiera la repetición de la sombra junto al árbol, la brasa del cigarrillo subiendo y bajando como una señal indescifrable, perfectamente clara.
Tiró los hongos por la ventana mientras Flora preparaba la bandeja con el postre, la oyó subir con ese algo de cascabel o de potrillo de Flora subiendo la escalera, le dijo que los hongos estaban riquísimos, encomió el color del dulce de zapallo, pidió un café doble y fuerte y que le subiera otro atado de cigarrillos del salón. Hace calor, señora Matilde, esta noche hay que dejar bien abiertas las ventanas, yo echaré insecticida antes de acostarnos, ya le puse a Carlitos, se durmió enseguida y eso que usté lo vio cómo protestaba, le falta el papá, pobrecito, y eso que Simón le estuvo contando cuentos por la tarde. Dígame si precisa algo, señora Matilde, me gustaría acostarme temprano si usté permite. Por supuesto que lo permitía aunque Flora nunca le había dicho una cosa así, terminaba su trabajo y se encerraba en su pieza para escuchar la radio o tejer, la miró un momento y Flora le sonreía contenta, levantaba la bandeja del café y bajaba a buscar el insecticida, mejor se lo dejo aquí en la cómoda, señora Matilde, usté misma lo pone antes de acostarse porque digan lo que digan huele feo, mejor cuando se esté preparando para acostarse. Cerró la puerta, el potrillo bajó liviano la escalera, un último resonar de vajilla; la noche empezó exactamente en ese segundo en que Matilde iba hasta la biblioteca para sacar la botella y traerla al lado del sillón.
La luz de la lámpara baja llegaba apenas hasta la cama en el fondo del dormitorio, confusamente se veía una de las mesas de luz y el sofá donde había quedado abandonada la novela, pero ya no estaba, después de tantos días Flora se habría decidido a ponerla sobre el estante vacío de la biblioteca. En el segundo whisky Matilde oyó sonar las diez en algún campanario lejano, pensó que nunca había oído antes esa campana, contó cada toque y miró el teléfono, a lo mejor Perla pero no, Perla a esa hora no, siempre lo tomaba mal o no estaba. O Alcira, llamarla a Alcira y decirle, solamente decirle que tenía miedo, que era estúpido pero si acaso Mario no había salido con el coche, algo así. No oyó abrirse la puerta de entrada pero daba igual, era absolutamente seguro que la puerta de entrada se estaba abriendo o iba a abrirse y no se podía hacer nada, no se podía salir al rellano iluminándolo con la luz del dormitorio y mirar hacia el salón, no se podía tocar la campanilla para que viniera Flora, el insecticida estaba ahí, el agua también ahí para los remedios y la sed, la cama abierta esperando. Fue a la ventana y vio la esquina vacía; tal vez si se hubiera asomado antes habría visto a Milo acercándose, cruzar la calle y desaparecer bajo el balcón, pero hubiera sido todavía peor, qué podía ella gritarle a Milo, cómo detenerlo si iba a entrar en la casa, si Flora le iba a abrir para recibirlo en su pieza, Flora todavía peor que Milo en ese momento, Flora que se enteraría de todo, que se vengaría de Milo vengándose en ella, revoleándola en el barro, en Germán, tirándola en el escándalo. No quedaba la menor posibilidad de nada pero tampoco podía ser ella la que gritara la verdad, en pleno imposible le quedaba una absurda esperanza de que Milo viniera solamente por Flora, que un increíble azar le hubiera mostrado a Flora por fuera de lo otro, que esa esquina hubiera sido cualquier esquina para Milo de vuelta en Buenos Aires, de Milo sin saber que ésa era la casa de Germán, sin saber que estaba muerto allá en México, de Milo sin buscarla por encima del cuerpo de Flora. Tambaleándose borracha fue hasta la cama, se arrancó la ropa que se le pegaba a la piel, desnuda se volcó de lado en la cama y buscó el tubo de pastillas, el último puerto rosa y verde al alcance de la mano. Las pastillas salían difícilmente y Matilde las iba juntando en la mesa de luz sin mirarlas, los ojos perdidos en la estantería donde estaba la novela, la veía muy bien boca abajo en el único estante vacío donde Flora la había puesto sin cerrarla, veía el cuchillo malayo que el Cholo le había regalado a Germán, la bola de cristal sobre su zócalo de terciopelo rojo. Estaba segura de que la puerta se había abierto abajo, que Milo había entrado en la casa, en la pieza de Flora, que estaría hablando con Flora o ya habría empezado a desnudarla porque para Flora ésa tenía que ser la única razón de que Milo estuviera ahí, que ganara el acceso a su pieza para desnudarla y desnudarse besándola, déjame, déjame acariciarte así, y Flora resistiéndose y hoy no, Simón, tengo miedo, déjame, pero Simón sin apuro, poco a poco la había tendido cruzada en la cama y la besaba en el pelo, le buscaba los senos bajo la blusa, le apoyaba una pierna sobre los muslos y le sacaba los zapatos como jugando, hablándole al oído y besándola cada vez más cerca de la boca, te quiero, mi amor, déjame desvestirte, dejame que te vea, sos tan linda, corriendo la lámpara para envolverla en penumbra y caricias, Flora abandonándose con un primer llanto, el miedo de que algo se oyera arriba, que la señora Matilde o Carlitos, pero no, habla bajo, déjame así ahora, la ropa cayendo en cualquier lado, las lenguas encontrándose, los gemidos, no me hagas mal, Simón, por favor no me hagas mal, es la primera vez, Simón, ya sé, quédate así, callate ahora, no grites, mi amor, no grites.
Gritó pero en la boca de Simón que sabía el momento, que le tenía la lengua entre los dientes y le hundía los dedos en el pelo, gritó y después lloró bajo las manos de Simón que le tapaban la cara acariciándola, se ablandó con un último mamá, mamá, un quejido que iba pasando a un jadeo y a un llanto dulce y callado, a un querido, querido, la blanda estación de los cuerpos fundidos, del aliento caliente de la noche. Mucho más tarde, después de dos cigarrillos contra un apoyo de almohadas, de toalla entre los muslos llenos de vergüenza, las palabras, los proyectos que Flora balbuceaba como en un sueño, la esperanza que Simón escuchaba sonriéndole, besándola en los senos, andándole con una lenta araña de dedos por el vientre, dejándose ir, amodorrándose, dormite ahora un rato, yo voy al baño y vuelvo, no necesito luz, soy como un gato de noche, ya sé dónde está, y Flora pero no, si te oyen, Simón, no seas sonsa, ya te dije que soy como un gato y sé dónde está la puerta, dormite un momento que ya vengo, así, bien quietita.
Cerró la puerta como agregando otro poco de silencio a la casa, desnudo atravesó la cocina y el salón, enfrentó la escalera y puso el pie en el primer peldaño, tanteándolo. Buena madera, buena casa la de Germán Morales. En el tercer peldaño vio marcarse la raya de luz bajo la puerta del dormitorio; subió los otros cuatro peldaños y puso la mano en el picaporte, abrió la puerta de un solo envión. El golpe contra la cómoda le llegó a Carlitos desde un sueño intranquilo, se enderezó en la cama y gritó, muchas veces gritaba de noche y Flora se levantaba para calmarlo, para darle agua antes de que Germán se despertara protestando. Sabía que era necesario hacer callar a Carlitos porque Simón no había vuelto todavía, tenía que calmarlo antes de que la señora Matilde se inquietara, se envolvió con la sábana y corrió a la pieza de Carlitos, lo encontró sentado al pie de la cama mirando el aire, gritando de miedo, lo levantó en brazos hablándole, diciéndole que no, que ella estaba ahí, que le iba a traer chocolate, que le iba a dejar la luz prendida, oyó el grito incomprensible y salió al salón con Carlitos en brazos, la escalera iluminada por la luz de arriba, llegó al pie de la escalera y los vio en la puerta tambaleándose, los cuerpos desnudos vueltos una sola masa que se desplomaba lentamente en el rellano, que resbalaba por los peldaños, que sin desprenderse rodaba escalera abajo en una maraña confusa hasta detenerse inmóvil en la alfombra del salón, el cuchillo en el pecho de Simón boca arriba y Matilde, pero eso lo mostraría después la autopsia, con las pastillas necesarias para matarla dos horas más tarde, cuando yo estaba ahí con la ambulancia y le ponía una inyección a Flora para sacarla de la histeria le daba un sedante a Carlitos y le pedía a la enfermera que se quedara hasta que llegaran los parientes o los amigos.

Julio Cortázar

Queremos tanto a Glenda


En aquel entonces era difícil saberlo. Uno va al cine o al teatro y vive su noche sin pensar en los que ya han cumplido la misma ceremonia, eligiendo el lugar y la hora, vistiéndose y telefoneando y fila once o cinco, la sombra y la música, la tierra de nadie y de todos allí donde todos son nadie, el hombre o la mujer en su butaca, acaso una palabra para excusarse por llegar tarde, un comentario a media voz que alguien recoge o ignora, casi siempre el silencio, las miradas vertiéndose en la escena o la pantalla, huyendo de lo contiguo, de lo de este lado. Realmente era difícil saber, por encima de la publicidad, de las colas interminables, de los carteles y las críticas, que éramos tantos los que queríamos a Glenda.
Llevó tres o cuatro años y sería aventurado afirmar que el núcleo se formó a partir de Irazusta o de Diana Rivero, ellos mismos ignoraban cómo en algún momento, en las copas con los amigos después del cine, se dijeron o se callaron cosas que bruscamente habrían de crear la alianza, lo que después todos llamamos el núcleo y los más jóvenes el club. De club no tenía nada, simplemente queríamos a Glenda Garson y eso bastaba para recortarnos de los que solamente la admiraban. Al igual que ellos también nosotros admirábamos a Glenda y además a Anouk, a Marilina, a Annie, a Silvana y por qué no a Marcello, a Yves, a Vittorio y a Dirk, pero solamente nosotros queríamos tanto a Glenda, y el núcleo se definió por eso y desde eso, era algo que sólo nosotros sabíamos y confiábamos a aquellos que a lo largo de las charlas habían ido mostrando poco a poco que también querían a Glenda.
A partir de Diana o Irazusta el núcleo se fue dilatando lentamente: el año de El fuego de la nieve debíamos ser apenas seis o siete, cuando estrenaron El uso de la elegancia el núcleo se amplió y sentimos que crecía casi insoportablemente y que estábamos amenazados de imitación snob o de sentimentalismo estacional. Los primeros, Irazusta y Diana y dos o tres más, decidimos cerrar filas, no admitir sin pruebas, sin el examen disimulado por los whiskys y los alardes de erudición (tan de Buenos Aires, tan de Londres y de México esos exámenes de medianoche). A la hora del estreno de Los frágiles retornos nos fue preciso admitir, melancólicamente triunfantes, que éramos muchos los que queríamos a Glenda. Los reencuentros en los cines, las miradas a la salida, ese aire como perdido de las mujeres y el dolido silencio de los hombres nos mostraban mejor que una insignia o un santo y seña. Mecánicas no investigables nos llevaron a un mismo café del centro, las mesas aisladas empezaron a acercarse, hubo la grácil costumbre de pedir el mismo cóctel para dejar de lado toda escaramuza inútil y mirarnos por fin en los ojos, allí donde todavía alentaba la última imagen de Glenda en la última escena de la última película.
Veinte, acaso treinta, nunca supimos cuántos llegamos a ser porque a veces Glenda duraba meses en una sala o estaba al mismo tiempo en dos o cuatro, y hubo además ese momento excepcional en que apareció en escena para representar a la joven asesina de Los delirantes y su éxito rompió los diques y creó entusiasmos momentáneos que jamás aceptamos. Ya para entonces nos conocíamos, muchos nos visitábamos para
hablar de Glenda. Desde un principio Irazusta parecía ejercer un mandato tácito que nunca había reclamado, y Diana Rivero jugaba su lento ajedrez de confirmaciones y rechazos que nos aseguraba una autenticidad total sin riesgos de infiltrados o de tilingos. Lo que había empezado como asociación libre alcanzaba ahora una estructura de clan, y a las livianas interrogaciones del principio se sucedían las preguntas concretas, la secuencia del tropezón en El uso de la elegancia, la réplica final de El fuego de la nieve, la segunda escena erótica de Los frágiles retornos. Queríamos tanto a Glenda que no podíamos tolerar a los advenedizos, a las tumultuosas lesbianas, a los eruditos de la estética. Incluso (nunca sabremos cómo) se dio por sentado que iríamos al café los viernes cuando en el centro pasaran una película de Glenda, y que en los reestrenos en cines de barrio dejaríamos correr una semana antes de reunimos, para darles a todos el tiempo necesario; como en un reglamento riguroso, las obligaciones se definían sin equívoco, no acatarlas hubiera sido provocar la sonrisa despectiva de Irazusta o esa mirada amablemente horrible con que Diana Rivero denunciaba la traición y el castigo. En ese entonces las reuniones eran solamente Glenda, su deslumbrante ubicuidad en cada uno de nosotros, y no sabíamos de discrepancias o reparos. Sólo poco a poco, al principio con un sentimiento de culpa, algunos se atrevieron a deslizar críticas parciales, el desconcierto o la decepción frente a una secuencia menos feliz, las caídas en lo convencional o lo previsible. Sabíamos que Glenda no era responsable de los desfallecimientos que enturbiaban por momentos la espléndida cristalería de El látigo o el final de Nunca se sabe por qué. Conocíamos otros trabajos de sus directores, el origen de las tramas y los guiones; con ellos éramos implacables porque empezábamos a sentir que nuestro cariño por Glenda iba más allá del mero territorio artístico y que sólo ella se salvaba de lo que imperfectamente hacían los demás. Diana fue la primera en hablar de misión, lo hizo con su manera tangencial de no afirmar lo que de veras contaba para ella, y le vimos una alegría de whisky doble, de sonrisa saciada, cuando admitimos llanamente que era cierto, que no podíamos quedarnos solamente en eso, el cine y el café y quererla tanto a Glenda.
Tampoco entonces se dijeron palabras claras, no nos eran necesarias. Sólo contaba la felicidad de Glenda en cada uno de nosotros, y esa felicidad sólo podía venir de la perfección. De golpe los errores, las carencias se nos volvieron insoportables; no podíamos aceptar que Nunca se sabe por qué terminara así, o que El fuego de la nieve incluyera la infame secuencia de la partida de poker (en la que Glenda no actuaba pero que de alguna manera la manchaba como un vómito, ese gesto de Nancy Phillips y la llegada inadmisible del hijo arrepentido). Como casi siempre, a Irazusta le tocó definir por lo claro la misión que nos esperaba, y esa noche volvimos a nuestras casas como aplastados por la responsabilidad que acabábamos de reconocer y asumir, y a la vez entreviendo la felicidad de un futuro sin tacha, de Glenda sin torpezas ni traiciones.
Instintivamente el núcleo cerró filas, la tarea no admitía una pluralidad borrosa. Irazusta habló del laboratorio cuando ya estaba instalado en una quinta de Recife de Lobos. Dividimos ecuánimemente las tareas entre los que deberían procurarse la totalidad de las copias de Los frágiles retornos, elegida por su relativamente escasa imperfección. A nadie se le hubiera ocurrido plantearse problemas de dinero, Irazusta había sido socio de Howard Hughes en el negocio de las minas de estaño de Pichincha, un mecanismo extremadamente simple nos ponía en las manos el poder necesario, los jets y las alianzas y las coimas. Ni siquiera tuvimos una oficina, la computadora de Hagar Loss programó las tareas y las etapas. Dos meses después de la frase de Diana Rivero el laboratorio estuvo en condiciones de sustituir en Los frágiles retornos la secuencia ineficaz de los pájaros por otra que devolvía a Glenda el ritmo perfecto y el
exacto sentido de su acción dramática. La película tenía ya algunos años y su reposición en los circuitos internacionales no provocó la menor sorpresa: la memoria juega con sus depositarios y les hace aceptar sus propias permutaciones y variantes, quizá la misma Glenda no hubiera percibido el cambio y sí, porque eso lo percibimos todos, la maravilla de una perfecta coincidencia con un recuerdo lavado de escorias, exactamente idéntico al deseo.
La misión se cumplía sin sosiego, apenas asegurada la eficacia del laboratorio completamos el rescate de El fuego de la nieve y El prisma; las otras películas entraron en proceso con el ritmo exactamente previsto por el personal de Hagar Loss y del laboratorio. Tuvimos problemas con El uso de la elegancia, porque gente de los emiratos petroleros guardaba copias para su goce personal y fueron necesarias maniobras y concursos excepcionales para robarlas (no tenemos por qué usar otra palabra) y sustituirlas sin que los usuarios lo advirtieran. El laboratorio trabajaba en un nivel de perfección que en un comienzo nos había parecido inalcanzable aunque no nos atreviéramos a decírselo a Irazusta; curiosamente la más dubitativa había sido Diana, pero cuando Irazusta nos mostró Nunca se sabe por qué y vimos el verdadero final, vimos a Glenda que en lugar de volver a la casa de Romano enfilaba su auto hacia el farallón y nos destrozaba con su espléndida, necesaria caída en el torrente, supimos que la perfección podía ser de este mundo y que ahora era de Glenda para siempre, de Glenda para nosotros para siempre.
Lo más difícil estaba desde luego en decidir los cambios, los cortes, las modificaciones de montaje y de ritmo; nuestras distintas maneras de sentir a Glenda provocaban duros enfrentamientos que sólo se aplacaban después de largos análisis y en algunos casos por imposición de una mayoría en el núcleo. Pero aunque algunos, derrotados, asistiéramos a la nueva versión con la amargura de que no se adecuara del todo a nuestros sueños, creo que a nadie le decepcionó el trabajo realizado; queríamos tanto a Glenda que los resultados eran siempre justificables, muchas veces más allá de lo previsto. Incluso hubo pocas alarmas: la carta de un lector del infaltable Times asombrándose de que tres secuencias de El fuego de la nieve se dieran en un orden que creía recordar diferente, y también un artículo del crítico de La Opinión que protestaba por un supuesto corte en El prisma, imaginándose razones de mojigatería burocrática. En todos los casos se tomaron rápidas disposiciones para evitar posibles secuelas; no costó mucho, la gente es frívola y olvida o acepta o está a la caza de lo nuevo, el mundo del cine es fugitivo como la actualidad histórica, salvo para los que queremos tanto a Glenda.
Más peligrosas en el fondo eran las polémicas en el núcleo, el riesgo de un cisma o de una diáspora. Aunque nos sentíamos más que nunca unidos por la misión, hubo alguna noche en que se alzaron voces analíticas contagiadas de filosofía política, que en pleno trabajo se planteaban problemas morales, se preguntaban si no estaríamos entregándonos a una galería de espejos onanistas, a esculpir insensatamente una locura barroca en un colmillo de marfil o en un grano de arroz. No era fácil darles la espalda porque el núcleo sólo había podido cumplir la obra como un corazón o un avión cumplen la suya, ritmando una coherencia perfecta. No era fácil escuchar una crítica que nos acusaba de escapismo, que sospechaba un derroche de fuerzas desviadas de una realidad más apremiante, más necesitada de concurso en los tiempos que vivíamos. Y sin embargo no fue necesario aplastar secamente una herejía apenas esbozada, incluso sus protagonistas se limitaban a un reparo parcial, ellos y nosotros queríamos tanto a Glenda que por encima y más allá de las discrepancias éticas o históricas imperaba el sentimiento que siempre nos uniría, la certidumbre de que el perfeccionamiento de
Glenda nos perfeccionaba y perfeccionaba el mundo. Tuvimos incluso la espléndida recompensa de que uno de los filósofos restableciera el equilibrio después de superar ese periodo de escrúpulos inanes; de su boca escuchamos que toda obra parcial es también historia, que algo tan inmenso como la invención de la imprenta había nacido del más individual y parcelado de los deseos, el de repetir y perpetuar un nombre de mujer.
Llegamos así al día en que tuvimos las pruebas de que la imagen de Glenda se proyectaba ahora sin la más leve flaqueza; las pantallas del mundo la vertían tal como ella misma —estábamos seguros— hubiera querido ser vertida, y quizá por eso no nos asombró demasiado enterarnos por la prensa de que acababa de anunciar su retiro del cine y del teatro. La involuntaria, maravillosa contribución de Glenda a nuestra obra no podía ser coincidencia ni milagro, simplemente algo en ella había acatado sin saberlo nuestro anónimo cariño, del fondo de su ser venía la única respuesta que podía darnos, el acto de amor que nos abarcaba en una entrega última, ésa que los profanos sólo entenderían como ausencia. Vivimos la felicidad del séptimo día, del descanso después de la creación; ahora podíamos ver cada obra de Glenda sin la agazapada amenaza de un mañana nuevamente plagado de errores y torpezas; ahora nos reuníamos con una liviandad de ángeles o de pájaros, en un presente absoluto que acaso se parecía a la eternidad.
Sí, pero un poeta había dicho bajo los mismos cielos de Glenda que la eternidad está enamorada de las obras del tiempo, y le tocó a Diana saberlo y darnos la noticia un año más tarde. Usual y humano: Glenda anunciaba su retorno a la pantalla, las razones de siempre, la frustración del profesional con las manos vacías, un personaje a la medida, un rodaje inminente. Nadie olvidaría esa noche en el café, justamente después de haber visto El uso de la elegancia que volvía a las salas del centro. Casi no fue necesario que Irazusta dijera lo que todos vivíamos como una amarga saliva de injusticia y rebeldía. Queríamos tanto a Glenda que nuestro desánimo no la alcanzaba; qué culpa tenía ella de ser actriz y de ser Glenda; el horror estaba en la máquina rota, en la realidad de cifras y prestigios y Oscars entrando como una fisura solapada en la esfera de nuestro cielo tan duramente ganado. Cuando Diana apoyó la mano en el brazo de Irazusta y dijo: «Sí, es lo único que queda por hacer», hablaba por todos sin necesidad de consultarnos. Nunca el núcleo tuvo una fuerza tan terrible, nunca necesitó menos palabras para ponerla en marcha. Nos separamos deshechos, viviendo ya lo que habría de ocurrir en una fecha que sólo uno de nosotros conocería por adelantado. Estábamos seguros de no volver a encontrarnos en el café, de que cada uno escondería desde ahora la solitaria perfección de nuestro reino. Sabíamos que Irazusta iba a hacer lo necesario, nada más simple para alguien como él. Ni siquiera nos despedimos como de costumbre, con la liviana seguridad de volver a encontrarnos después del cine, alguna noche de Los frágiles retornos o de El látigo. Fue más bien un darse la espalda, pretextar que era tarde, que había que irse; salimos separados, cada uno llevándose su deseo de olvidar hasta que todo estuviera consumado, y sabiendo que no sería así, que aún nos faltaría abrir alguna mañana el diario y leer la noticia, las estúpidas frases de la consternación profesional. Nunca hablaríamos de eso con nadie, nos evitaríamos cortésmente en las salas y en la calle; sería la única manera de que el núcleo conservara su fidelidad, que guardara en el silencio la obra cumplida. Queríamos tanto a Glenda que le ofreceríamos una última perfección inviolable. En la altura intangible donde la habíamos exaltado, la preservaríamos de la caída, sus fieles podrían seguir adorándola sin mengua; no se baja vivo de una cruz.